Por Martín Zuleta, Abogado, Docente.
La clase política argentina está en deuda con la sociedad. Se suceden crisis y gobiernos y las reformas al sistema político siguen postergadas. Bajo el paraguas de la democracia representativa, la clase política se las ingenia para desviar la atención y esquivar la discusión sobre las imperiosas reformas que precisa sobre todo el vetusto y corrupto sistema electoral. Nunca llegaron la eliminación de las listas sábana o el avance hacia un sistema de elección más transparente y creíble. Esto es justo lo que necesita el autoritarismo para consolidarse.
La democracia nació en el antiguo oriente y logró su esplendor en la antigüedad con las polis griegas. Si bien en su origen tuvo algunas características que la asemejan a las democracias actuales, se diferencian en que en la antigüedad era ejercida de manera directa. Esto significa que en los hechos era el pueblo el que tomaba las decisiones sin intermediarios, llegando al punto de elegir autoridades incluso por sorteo en muchos casos. Sin embargo, la calidad de “ciudadanos” se encontraba completamente limitada a determinados sectores de la sociedad (generalmente circunscritos a los varones libres, emancipados y que tuvieran un patrimonio que los respalde), lo que hacía que el número de hombres aptos para participar en la “cosa pública” fuese reducido permitiendo el ejercicio razonable de una democracia sin intermediarios.
Las democracias modernas son representativas, lo que significa que el pueblo sólo delibera y gobierna por medio de sus representantes. Este sistema funciona razonablemente en la gran mayoría de los países debido fundamentalmente a que los representantes se esfuerzan por gobernar (legislar, sentenciar, implementar políticas) de acuerdo al interés general y a que cuentan con sistemas electorales que aseguran la transparencia de los comicios. Los sistemas de selección de autoridades (sistemas electorales) son los que garantizan la salud de las democracias; si entran en crisis se resiente el sistema democrático en su conjunto.
A este peligro lo vemos claramente presente en países donde el autoritarismo está consolidado por diversos motivos. Autoritarismos que se encaminan peligrosamente hacia posibles totalitarismos como Venezuela, o en aquellos países que vienen saliendo de los totalitarismos consolidando a los autoritarismos como Rusia, o en países que todavía no abandonan los totalitarismos pero pretenden dar muestras de “aperturas democráticas” como China o Cuba. Todos estos extremos se esfuerzan por mostrar y calificar a sus sistemas como “democráticos”, y de hecho han realizado reformas legales para ocultar el profundo espíritu antidemocrático subyacente en las “formas democráticas de sus leyes” que se las rebuscan para permitirle a su dirigencia gobernante la perpetuación en el poder y la consolidación de autoritarismo. También tenemos otros casos que no podemos poner de ejemplo en esta columna por ser regímenes directamente totalitarios y sin atisbos de caminar hacia posiciones más moderadas, como Corea del Norte y otros regímenes de Medio Oriente, Asia del este y África.
Saliendo de éstos extremos, y concentrándonos en el mundo occidental, vemos algunos países que se están encaminando peligrosamente hacia posiciones autoritarias. China y Rusia están jugando un papel clave en su apoyo a regímenes que lenta pero paulatinamente han comenzado a deteriorar las bases de los sistemas democráticos. Pensemos en el caso emblemático de la Hungría de Víktor Orbán, que le está trayendo grandes dolores de cabeza a la Comunidad Europea de Estados y está consolidando un régimen de acumulación de poder que ha encendido las alarmas en los socios comunitarios, sobre todo por el apoyo que está recibiendo de Rusia y por la manipulación de “las formas democráticas” que han quedado resumidas a las mayorías parlamentarias logradas por un oficialismo confrontativo con la oposición acusado de manipulación de la información y de casos de corrupción. Desde 2010 Orbán viene consolidando su poder y el de su partido con prácticas que están siendo tachadas de antidemocráticas por la oposición y por algunos referentes políticos europeos.
Y POR CASA CÓMO ANDAMOS.
Es un dato de la realidad que en Latinoamérica en general las sociedades están acostumbradas a vivir bajo liderazgos personalistas y sus democracias se vienen desarrollando con niveles de tolerancia autoritaria actualmente poco comunes en el mundo desarrollado. Si bien es cierto que las elecciones se han convertido definitivamente en el “modo de acceder al poder”, y ya parece superado definitivamente el peligro de los golpes de estado (por lo menos abiertamente proclamados), son pocos los países que han podido alcanzar niveles institucionales saludables que aseguren una verdadera consolidación de las democracias. Sólo Chile, Uruguay, Colombia y uno que otro país centroamericano han alcanzado grados aceptables de legitimación de sus autoridades por vía de las urnas gracias a que sus sistemas electorales han logrado generar en sus poblaciones un sentir de verdadero respeto de la voluntad popular. En el resto de los países, y entre ellos la Argentina, los sistemas electorales están lejos de generar esa sensación.
La dirigencia argentina viene postergando la tan ansiada reforma política abusando de la falta de poder real de la ciudadanía para imponer las reformas esperadas. Los intereses de la ciudadanía difícilmente encuentran eco en una clase política que abusa de la democracia representativa y la convierte sólo en un medio para acceder al poder, acostumbrando a la sociedad a tener un concepto pobre y limitado de la democracia. El pueblo está avalando que vivir en democracia es solamente concurrir a las urnas cada cuatro años, legitimando así a una dirigencia que termina custodiando los intereses partidarios y personalistas de sus líderes.
Una vez en el poder, ya sea como oficialismo o como oposición, la clase política se preocupa por resolver sólo los “problemas de la casta política”, que tienen que ver en cómo van a conservar el poder conseguido y financiar al aparato estatal que han diseñado para servir a sus intereses. La voluntad del pueblo queda así neutralizada por las formas de una democracia representativa que es cada vez más representativa de los intereses partidarios y menos de la voluntad popular. Esta afirmación queda en evidencia con la constante preocupación de la clase política en reformar a la justicia para garantizar la impunidad y en el tratamiento sistemático de temas relacionados con la obtención de ingresos con destino a un cada vez más abultado gasto público.
La clase política es la única que le saca provecho a la democracia representativa en nuestro país, ya que negocia con ella y obtiene numerosos beneficios a su favor prescindiendo de la voluntad real del pueblo. Lejos quedó aquella máxima de Perón sobre que “la verdadera democracia es aquella donde el gobierno hace lo que el pueblo quiere y defiende sólo un interés: el del pueblo”, y vemos atónitos a legisladores hablar de votar según “sus convicciones personales” en la ley del aborto a sabiendas de que la voluntad popular es en su inmensa mayoría contraria a esta práctica genocida. Más allá de su manifiesta inconstitucionalidad, una consulta popular hubiera sido un mecanismo más respetuoso de las instituciones, ya que el pueblo es la primera institución de una verdadera democracia. Algo similar está pasando con el impuesto a las ganancias sobre los salarios de los trabajadores. El pueblo vota a la dirigencia que promete su eliminación, y una vez en el poder la clase política se encarga de acomodar las cosas a su exclusivo interés y necesidad.
Se acercan las elecciones legislativas y nuevamente la dirigencia política se apresta a cambiar las reglas del juego según sus intereses. No se eliminaron las listas sábana, no se implementó la boleta única, no se reformó la ley de partidos políticos para obligar a su democratización y asegurar mayor participación ciudadana. En estos años sólo implementaron una muy mala y cuestionable ley de PASO obligatorias y como ahora no es funcional a la casta política proponen eliminarla. Sí. Nos proponen una democracia cada vez menos participativa.
Detrás de la pretendida suspensión o eliminación de las PASO se esconde la incapacidad del frente gobernante para resolver sus internas y el miedo a que las PASO revelen lo que las encuestadoras más serias están corroborando; que el oficialismo se encamina a una derrota de magnitudes impensadas. El gobierno nacional sólo conservaría su respaldo en aquellos distritos electorales donde el clientelismo y la corrupción han deteriorado gravemente la democracia. Las provincias del norte y aquellas donde el aparato burocrático del PJ-Kirchnerismo han cooptado el Estado son las únicas que van a evitar una derrota generalizada.
Pero la propuesta oficialista puede ocultar otra pretensión más peligrosa: comenzar a extender el fraude electoral que es evidente en esos distritos al resto del país. Un modelo argentino a lo Formosa podría estar gestándose en el seno del ala más dura del gobierno kirchnerista. La suspensión de las PASO aseguraría eliminar esa gran encuesta oficial en que se ha convertido y limitaría las maniobras fraudulentas a una sola elección. Morigerar la derrota es la clave del oficialismo para tener aspiraciones en el 2023. De darse esto la Argentina se encaminaría claramente a un régimen de consolidación de deterioro institucional al estilo venezolano. Habrá que estar atentos ya que consentir maniobras de fraude electoral es el paso previo a la implementación de modelos autoritarios.
El régimen cuasi feudal existente en numerosos distritos ha consolidado maniobras de “fraude-legal” (vaya paradoja) consentidas tanto por la sociedad como por la clase política y que abarcan desde grandes movilizaciones, hasta la fiscalización prácticamente partidaria de los comicios con la elección de autoridades de mesa estratégicamente seleccionadas, apriete laboral y disposición de recursos públicos a discreción de gobernadores e intendentes que entregan a placer y voluntad contratos, viviendas, asistencia social y otros beneficios costeados con dineros públicos. Esta realidad con la que hemos convivido durante muchísimos años es la que se esconde detrás de la negativa a emprender las reformas tan ansiadas. Queda claro que modificar el sistema político electoral sólo perjudica a la clase política gobernante. Si fuera en su beneficio no caben dudas de que ya se hubiera realizado.
La implementación de la boleta única, con la consecuente eliminación de las boletas múltiples y las listas sábanas, sería un avance importantísimo para recuperar la salud del sistema democrático ya que de un plumazo se eliminarían prácticas tan arraigadas como el voto en cadena, el robo de boletas, la supresión de la libertad del elector que es trasladado a los lugares de votación e inducido a votar por el movilizante y reduciría de sobremanera los recursos humanos necesarios para realizar las tediosas fiscalizaciones que perjudican sobre todo a los partidos con menores recursos. De esta manera el cuarto oscuro se limita a un cubículo del tamaño de un banco de escuela que permite el voto simultáneo de varios electores ganando tiempo y haciendo que el conteo final sea mucho más ágil y transparente al eliminar la posibilidad de la utilización de boletas no oficiales, cortes poco claros y tediosos conteos que conllevan la alta posibilidad de vulnerar la verdadera voluntad del elector. La negativa de avanzar en estos importantes cambios sólo se entiende desde la evidente necesidad de la clase dirigente de tener a su disposición estos medios fraudulentos tan arraigados en las costumbres electorales.
La semana pasada tomaron estado público varios proyectos de ley presentados por la oposición en este sentido, entre los que destaca el del legislador sanjuanino Marcelo Orrego con su pretencioso proyecto de “boleta única electrónica”. Claramente quedarán en la nada por la poca vocación del oficialismo en abandonar un sistema clientelar que le asegura un alto piso de votantes.La salud del sistema democráctico y republicano exige que de manera imperiosa se reforme el sistema electoral. De ello depende el salto de calidad institucional que nos permitirá ingresar en el lote de los países que han entrado definitivamente en el camino del progreso. La seguridad jurídica y el respeto por las instituciones empieza por la transparencia de las elecciones.

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